El buen solitario

El buen solitario

Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido! (Primera estrofa de la oda ‘La vida retirada’ de fray Luis de Leon. 

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La Covid 19 no es la primera pandemia, ni será la ultima, que sufra la humanidad. Las ha habido desde siempre y con gran variedad (viruela, pestes, cólera, gripes, VIH, ébola). Y también desde siempre se ha recurrido al aislamiento como medida de protección más socorrida: la gente ha solido refugiarse en su casa, evitando contactos con sus vecinos, a la espera de que las oleadas contagiosas desaparezcan, o bien de forma natural (con la inmunidad de rebaño), o bien con la ayuda de la ciencia. Así pues, no son nuevas las clausuras y demás recortes de vida social que hemos soportado en esta pandemia, y tampoco se vislumbra su caducidad, al menos por ahora, mientras los científicos no logren transportarnos hasta la frontera del ‘Homo Deus’ con la que especula Yuval Noah Harari en su libro sobre el futuro de nuestra especie.

La poda de relaciones sociales arroja a muchas personas a las fauces de una soledad que devora su salud mental. Algunas pierden la alegría de vivir, deprimiéndose; otras incluso la vida, suicidándose. Hace unas semanas afloraron en la prensa algunas estadísticas sobre estos estragos, revelando, en otros hechos, que las personas mayores y adolescentes han sido las más afectadas durante la pandemia. Como era de esperar, los datos suscitaron un torrente de comentarios, algunos demasiado críticos – y por ello, a su vez criticables – de la política de austeridad social que se nos impuso. «Ha sido peor el remedio que la enfermedad», «la soledad también mata», «estamos ante un nuevo caso de austericidio», son acusaciones lanzadas contra nuestros gobernantes. Polémica aparte, quedémonos con el hecho de que hay personas que por distintas razones encajan mal la soledad, hasta el punto de que en algunas circunstancias, como las actuales, les resulta inquietante, tenebrosa.

Sin embargo, también hay otros casos en que la soledad viene a ser reconfortante, luminosa. Cómo no recordar el elogio que hace de ella fray Luis de León en su oda a la ‘Vida retirada’. Dependiendo de personas y circunstancias, la soledad puede ser buena o mala. Siguiendo a Andrés Ortega en El País (11/5/2019), llamemos solitud a la buena y mantengamos el nombre de soledad para la mala, aunque solo sea por la perversa inclinación que tenemos los seres humanos a ponderar más lo malo que lo bueno. Con esta distinción vamos más allá del diccionario RAE, que las define como si fueran sinónimos.

Acariciemos la idea de solitud. Se predica de la persona que, estando sola, no se siente sola, y menos aún abandonada o infeliz, lo cual sí se observa en la infectada de soledad. La solitud no está hueca de compañía. Quien en ella se adentra goza de la oportunidad de acompañarse a sí misma bajo la luz de su autoconsciencia y saludarse afirmando «aquí estoy»; de contemplarse en su intimidad tal cual es, desnuda de cualquier engaño o maquillaje, susurrándose «así soy»; de aceptarse, perdonarse, enmendarse y quererse animándose con un «¡vamos!»; y de escuchar la voz de su conciencia instándole a «tratar al prójimo como a sí mismo». Pero la solitud no solo propicia el goce de tenerse en paz, sino también de entretenerse dando rienda suelta a su creatividad, ya sea para fecundar la profesión de la que se vive, o para alumbrar la vocación con que se sueña, o, simplemente, para sembrar su ocio con aficiones renovadas que le deleiten y relajen. Quien padece de soledad ha encajado mal las reclusiones antipandémicas; en cambio, las ha aceptado con mejor talante quien sabe gozar de la solitud. 

El buen solitario no solo acepta sin quejarse los retiros que se le imponen, sino que es proclive a buscarlos, y casi siempre los encuentra por muy ajetreado que sea el mundo donde vive. La solitud es la senda escondida por donde caminan los sabios, según loa, el que también fue sabio, fray Luis de León. Pero, para ello, no se necesita vivir como un fraile, ni como un profesional – sea investigador, filósofo, novelista, artista o cualquier otro – que por mor de su profesión se enclaustra más allá de lo razonable. El ser humano es sociable por naturaleza y no parece razonable ir contra natura. No es cuestión de castrar nuestra sociabilidad, sino de educarla. La sabiduría que menciona el fraile agustino ha de entenderse con sensatez: quien camina en solitud es sabio, sobre todo, en el arte de vivir; sabe buscar el equilibrio adecuado entre su vida interior y su vida exterior; sabe retirarse del mundanal ruido para volver al mundo con una sociabilidad más educada, disciplinada y, sobre todo, enriquecedora de sí mismo y los demás.

Hoy en día el mundanal ruido nos puede invadir más fácil y gravemente que nunca; no basta con retirarse a casa para eludirlo; su potencial está ya dentro del hogar, agazapado y tentador, en los aparatos de radio y televisión, el ordenador, el móvil; basta con pulsar un botón o una tecla para exponernos a que se cuele; y lo logra si, bajando la guardia ante sus falaces encantos, le dejamos pasar. En principio, no hay nada malo en disponer de medios -cada vez más sofisticados y revolucionarios- de comunicación, participación e interacción social; todo depende, como con tantas otras cosas, de cómo se utilicen. Los avances tecnológicos permiten socializar desde el sofá no solo ya pasivamente (escuchando la radio o viendo la tv) como hasta hace poco, sino también, y es lo revolucionario, activamente (interactuando vía internet con otra gente). Hay quien gasta su tiempo, o lo mata a modo de suicidio, embobándose con la caja boba, como suele llamarse al televisor cuando se televisan programas o actividades banales. Muchas personas mayores tratan de curar así su hambre de compañía. También hay adolescentes que navegan por internet en busca de amistades, faenando con ansiedad en las redes sociales para exhibirse y pescar así precarios «me gusta». Ambos colectivos- los más heridos emocionalmente durante la pandemia- tratan de ahogar su soledad en mares de banalidad (unos) y de narcisismo (otros). El buen solitario, sin dejar de ver la TV y de usar internet, rechaza navegar por estos mares, porque en el fondo (su fondo) tiene la calidez y la paz de sentirse bien a solas consigo mismo.

Es una pena que en los Centros de Enseñanza Media se vaya abandonando la cultura clásica. A jóvenes y adolescentes les vendría bien conocer al poeta Valerio Marco Marcial, hispano romano nacido en Bílbilis (hoy, Calatayud) hacia la mitad del siglo I, quince siglos antes que fray Luis de León, a quien también deberían leer. Se adelantó al fraile agustino en loar la renuncia al mundanal ruido. El de Benavente lo hizo con espíritu religioso, el de Bílbilis con humor satírico. He aquí su epigrama Soledad en compañía:

«No te sorprenda en nada que rechace

tu invitación

para una cena de trescientos, Néstor:

No me gusta cenar a solas»

 

 

«Envejecimiento activo» es un lema con el que se suele aconsejar a las personas jubiladas para que se mantengan vivas y coleando, casi como si fuesen jovenzuelos. Lo encuentro un tanto sarcástico, en especial cuando siento que los años no pasan de mí ignorándome, sino que se quedan dentro de mí incordiando. Para actividad, la que tiene la propia vejez: nos abre grietas en el cuerpo y en la mente, una tras otra sin descanso, y nos obliga a pasar por ellas, despidiéndonos de cosas que apreciamos  o disfrutamos bajo amenaza, en caso de no hacerlo, de ser despedidos por la mayor de las grietas, la muerte. En ‘El largo adiós’ (Cap. 50, última línea) de Raymond Chandler se escribe: «Decir adiós es morir un poco». Pues bien, envejecer es decir adiós, adiós … en la procesión del tiempo, y morir un poco cada vez. La mejor manera de envejecer activamente es asumir que la vejez tiene un motor más potente que nuestra voluntad de resistir y, en consecuencia, aprender a despedirnos suavemente, sin miedo ni sobresaltos, conduciéndonos con clarividencia (mientras nos dure) y con honestidad (siempre) por la senda del adiós, sin renunciar a que esta se alargue, pero aceptando que hay un final. Si a cualquier edad «deberíamos vivir de modo que la muerte nos resulte aceptable», según Javier Gomá, a fortiori cuando envejecemos.

Envejecer es una retirada global. Nos vamos alejando de todo el mundo, y no solo de su ruido. Perdemos compañía: de cosas, actividades y personas. Como suele decirse,  es ley de vida. Si nos vamos quedando solos y sabemos con certeza que en el último adiós estaremos absolutamente solos, mejor será estarlo con solitud que con soledad. De ahí que nos convenga aprender a ser buenos solitarios escapando con frecuencia del mundanal ruido. 

Conozco a muchas mujeres que se llaman Soledad, o María de la Soledad, pero a ninguna de nombre Solitud. Para paliar este ninguneo, y como María también colea en mi nombre, de vez en cuando, en la intimidad, suelo llamarme José María de la Solitud.

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Categories: Reflexión

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